sábado, 27 de septiembre de 2014

El silbido de la vieja cafetera


 Meditación Primera

Su sonido le llevó al recuerdo del ayer. El brasero oculto bajo las faldas de la mesa, el canto de su madre distorsionado por el traqueteo de las cazuelas humeantes, el leve crepitar de los fogones, el ronroneo del gato en el sofá, las pantuflas roídas arrastrándose hasta el baño y el bostezo infinito de un espíritu lejano y silencioso. 

El intenso olor a café le detiene antes de apagar el fuego, cierra los ojos, "al final se va a salir todo el café. Hace tanto que no tenía tiempo para poner la cafetera italiana. Me he acostumbrado al café moderno… Pero, este olor, este olor… Mamá…El pueblo…Él...”

El primer sorbo de café recién hecho fue calentando su cuerpo y clavando en su pensamiento la imagen congelada de aquel bostezo, una imagen sin rostro, rebosante de melancolía, de tristeza, de miedo, de sueños y de esperanzas ya desvanecidas.

“Cuánto tiempo desde mi último café de verdad… Ahora todo parece más claro pero, quizás, imposible. Una vida sencilla, como la que ella siempre soñó. Una familia, con sus discusiones y todo, pero una familia, reunida al calor del brasero en invierno… Pero, no. ¡Qué difícil es crear una familia en el siglo XXI! ¡Todo es dinero! Ella sólo quería lo suficiente para poder vivir… «El tiempo es oro», me dijo Claudio el otro día, después de una eternidad sin vernos… Sacar un hueco para charlar, para conversar, es cada vez más difícil… Ahora, vamos corriendo al trabajo, corriendo a casa, corriendo al gimnasio, corriendo, corriendo…”

La tarde fue pasando mientras nuestro contemporáneo divagaba saboreando un simple café. Querría haber pasado la tarde junto a su amigo de la infancia, Claudio, pero éste trabajaba durante todo el día y, cuando llegaba a casa, sólo quería sentarse en el sofá, sentir el alboroto de los niños que cenaban en la cocina en compañía de Inés.

Inés era una madre polifacética que desde las seis de la mañana no había tenido ni un solo segundo para descansar – el trabajo, los niños, la casa y un marido moderno, bendiciones y tormentos a la vez, eran las causas de su felicidad y de su tristeza. Sin embargo, todo merecía la pena, y ella se sentía una heroína.

Si no fuera por ella, ¡qué sería de sus hijos y de su marido, el moderno, que echa una mano siempre que puede ya que trabaja la jornada completa -o más-!¡Todo sea por la familia!¡Bueno, por la familia…; o por ganar un poquito más para poder pagar holgadamente el crédito que pidieron para el coche que compraron el mes pasado puesto que el que tenían se había quedado pequeño; o por las vacaciones necesarias e imprescindibles en algún rincón del país, por un lado, y la escapadita internacional de rigor, por otro; o por la imperiosa necesidad de invertir en una educación privada obligada hoy día por todo aquél que tenga la posibilidad de brindar a sus hijos ser alguien en la vida ya que el sistema educativo público es cada vez más deplorable, en cuanto a medios se refiere; o por tener el último modelo de teléfono móvil para poder estar a la última; o por; o por; o por… (Sigan ustedes la enumeración, hombres modernos, que al igual que este ingenuo y anticuado narrador, viven en la misma época que el protagonista).

Sí, por supuesto, Claudio quedaba disculpado ante nuestro Alonso Quijano particular que removía una y otra vez el café. “Ya está frío pero mantiene todo el sabor. Y tú, Claudio, ¿mantienes lo que fuiste? Y tú, España, ¿tu fuerza, tu querer y tu voluntad cayeron definitivamente ante la impostura feroz de la modernidad? Y tú, Inés, ¿comulgaste definitivamente con aquello que no eres? ¿Y tú?” 

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