Meditación Primera
Su sonido le llevó al recuerdo del ayer.
El brasero oculto bajo las faldas de la mesa, el canto de su madre
distorsionado por el traqueteo de las cazuelas humeantes, el leve crepitar de
los fogones, el ronroneo del gato en el sofá, las pantuflas roídas
arrastrándose hasta el baño y el bostezo infinito de un espíritu lejano y
silencioso.
El intenso olor a café le detiene antes de
apagar el fuego, cierra los ojos, "al
final se va a salir todo el café. Hace tanto que no tenía tiempo para poner la
cafetera italiana. Me he acostumbrado al café moderno… Pero, este olor, este
olor… Mamá…El pueblo…Él...”
El primer sorbo
de café recién hecho fue calentando su cuerpo y clavando en su pensamiento la
imagen congelada de aquel bostezo, una imagen sin rostro, rebosante de
melancolía, de tristeza, de miedo, de sueños y de esperanzas ya desvanecidas.
“Cuánto tiempo desde mi último café de
verdad… Ahora todo parece más claro pero, quizás, imposible. Una vida sencilla,
como la que ella siempre soñó. Una familia, con sus discusiones y todo, pero
una familia, reunida al calor del brasero en invierno… Pero, no. ¡Qué difícil es
crear una familia en el siglo XXI! ¡Todo es dinero! Ella sólo quería lo
suficiente para poder vivir… «El tiempo es oro», me dijo Claudio el otro día,
después de una eternidad sin vernos… Sacar un hueco para charlar, para
conversar, es cada vez más difícil… Ahora, vamos corriendo al trabajo,
corriendo a casa, corriendo al gimnasio, corriendo, corriendo…”
La tarde fue
pasando mientras nuestro contemporáneo divagaba saboreando un simple café.
Querría haber pasado la tarde junto a su amigo de la infancia, Claudio, pero
éste trabajaba durante todo el día y, cuando llegaba a casa, sólo quería
sentarse en el sofá, sentir el alboroto de los niños que cenaban en la cocina
en compañía de Inés.
Inés era una
madre polifacética que desde las seis de la mañana no había tenido ni un
solo segundo para descansar – el trabajo, los niños, la casa y un marido moderno,
bendiciones y tormentos a la vez, eran las causas de su felicidad y de su
tristeza. Sin embargo, todo merecía la pena, y ella se sentía una heroína.
Si no fuera por
ella, ¡qué sería de sus hijos y de su marido, el moderno, que echa una mano
siempre que puede ya que trabaja la jornada completa -o más-!¡Todo sea por la
familia!¡Bueno, por la familia…; o por ganar un poquito más para poder pagar
holgadamente el crédito que pidieron para el coche que compraron el mes pasado
puesto que el que tenían se había quedado pequeño; o por las vacaciones necesarias
e imprescindibles en algún rincón del país, por un lado, y la escapadita
internacional de rigor, por otro; o por la imperiosa necesidad de invertir en
una educación privada obligada hoy día por todo aquél que tenga la posibilidad
de brindar a sus hijos ser alguien en la vida ya que el sistema educativo
público es cada vez más deplorable, en cuanto a medios se refiere; o por tener
el último modelo de teléfono móvil para poder estar a la última; o por; o por;
o por… (Sigan ustedes la enumeración, hombres modernos, que al igual que
este ingenuo y anticuado narrador, viven en la misma época que el
protagonista).
Sí, por
supuesto, Claudio quedaba disculpado ante nuestro Alonso Quijano particular que
removía una y otra vez el café. “Ya está frío pero mantiene todo el sabor. Y
tú, Claudio, ¿mantienes lo que fuiste? Y tú, España, ¿tu fuerza, tu querer y tu
voluntad cayeron definitivamente ante la impostura feroz de la modernidad? Y
tú, Inés, ¿comulgaste definitivamente con aquello que no eres? ¿Y tú?”
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